lunes, 14 de octubre de 2013

Historias del muñeco vudú, nuevo libro de Bartolomé Leal


El destacado escritor chileno Bartolomé Leal acaba de terminar Historias del muñeco vudú, libro de relatos editado en Santiago de Chile por la Editorial Planeta Sostenible. La obra se lanzará oficialmente en la Feria Internacional del Libro de Santiago FILSA 2013, que se efectuará del 25 de octubre al 10 de noviembre. Los 13 cuentos están unidos por los diálogos entre un niño y un muñeco vudú, que se anima cuando es pinchado con agujas y comienza a hablar. De manera exclusiva, publicamos la introducción del libro y uno de los relatos.

El muñeco vudú se notaba bastante banal en apariencia. También al tacto. Su piel de tela burda, como de saco harinero, y su respuesta a los dedos cual si estuviera relleno de estopa o tal vez de lana, lo mostraban carente de cualquier intención estética. Parecía la obra de un artesano aficionado. Un juguete infantil barato. Para acentuar la sensación de objeto doméstico, su cabeza reposaba sobre un canuto de hilo hecho en madera, y sus ojos eran un par de botones nada más corrientes.

Unas cuantas agujas clavadas en su cuerpo rústico y otras que se veían esparcidas alrededor, le otorgaban sin embargo un cariz diferente. El niño no sintió miedo, tampoco lo dominó un sentimiento de mofa. En verdad sintió curiosidad. Odiaba los muñecos y las muñecas, le parecía que eran cosa de niñitas y él era un hombrecito.

Al muñeco vudú con sus agujas lo había traído su padre desde Haití, donde cumplía tareas de ayuda humanitaria a ese país que había pasado por tantos sufrimientos. El niño no le había prestado mayor atención, no le interesaba, pero esa noche, no sabía bien por qué, se había aproximado al anaquel donde el juguete había quedado abandonado, perdido el interés del primer momento. El padre había contado historias acerca de la magia negra que se hacía en los campos haitianos con esos muñecos, pero nadie se lo había creído.

El niño, superado por un impulso que no supo de dónde le vino, cogió entre sus dedos una de las agujas y la clavó en el cuerpo del juguete, para ser más preciso, en el pecho. Penetró en forma limpia, sin encontrar resistencia de la tela ni el relleno. Para su sorpresa, los ojos del muñeco (sus feos botones negros adheridos con hilo) parecieron abrirse y se clavaron en los suyos. El niño sintió un escalofrío pero no se retiró de allí. Llegó a creer que soñaba, como en ocasiones en que dentro de un sueño se percataba de que soñaba y luchaba, a veces con angustia, para despertar.

Los ojos del muñeco vudú parecieron moverse por el cuarto, mostrando un fondo de ojo blanco y brillante. Volvieron a posarse en el niño, que aún mantenía entre sus dedos la aguja. Sus labios, unos trozos de tela roja apenas cosidos se abrieron y el muñeco, tras lanzar un suspiro, empezó a hablar. Musitó:

“¡Haití! ¡Ah! Escucha, te voy a contar una historia”.

Parábola del pintor naif

Manus Milord, el viejo, había pasado casi toda su vida pintando. Pintando muros, postes, cornisas, ventanas, mesas y sillas, cielorrasos, rejas, carromatos y kioscos. Alguna vez le caía pintar cosas pequeñas como potes de arcilla o vasos de vidrio, pero lo fundamental es que él era un auténtico pintor de brocha gorda. Aunque hacía algo más que eso. Claro que no se prodigaba demasiado, ya que con ayuda de su brocha juntaba los esquivos gourdes para comprar de cuando en cuando tabaco y alguna botella de aguardiente, el apreciado kleren. Era viudo y gerenciaba su vida sin ataduras.

Sin embargo, en secreto, porque era un devoto vudú y no le agradaba que aquello se supiera, pintaba sobre tableros algunos temas que le gustaban, como el matrimonio del Barón Samdí con Mamá Brigitte y los vevé de esta última, con sus corazones; los vevé del Barón con sus ataúdes; y también los de Ogún, que parecían rejas de hierro. Además había pintado al bueno de Papá Legba, con su cayado, su sombrero de paja, sus barbas y su traje de campesino. Regalaba dichos tableros pintados al houngan de su templo, el que en agradecimiento lo eximía del pago del óbolo obligatorio para los fieles. Algunos de sus tableros pasaban a decorar las paredes y otros quedaban arrumbados en un rincón. A Manus Milord le daba lo mismo, no tomaba muy en serio su pintura.

Un amigo suyo, Jules Chariot, transportista, vio algunos de sus cuadros y le pidió que decorara su tap tap. No alabó su pintura sino que le pareció que Manus Milord, el viejo, juntaba bien los colores. Quería algo alegre para su fiel tap tap, que hacía el trayecto entre Limbé y Cap-Haitien, en el norte. Quería algo cristiano, ya que la gente apreciaba los mensajes piadosos. Quería algo llamativo también para compensar la añejez de su autobús.

No es que Manus Milord se hubiera esmerado demasiado, pero puso su empeño en cumplir bien la tarea encomendada. Decidió que el nombre del tap tap sería “La estrella de la mañana” y que su lema rezaría: “Dios ante todo”. A su amigo Chariot le pareció bien, pero le sugirió que mejor quedaría “Jesús ante todo”. El viejo pintor estuvo de acuerdo, no se iba a meter en discusiones teológicas con un vecino tan amable como el propietario y chofer de un respetable tap tap.

Como decoraciones le propuso al chofer simular un bosque y animarlo con animales, loros, serpientes, jaguares y monos, además de mariposas y abejas. Le gustaban las abejas a Manus Milord y tendía a hacerlas tan grandes como murciélagos, pero a nadie le importaba mucho. El viejo estaba un poco cucú, decía la gente y de todos modos su pintarrajeo les resultaba agradable, sin ser obra de un artista por supuesto. Jules Chariot, el transportista, otra vez acató, hubiera preferido algunas damas atractivas pero sabía que eso no iba con Manus Milord, un hombre devoto y tradicional. Lo único que le pidió fue que incluyera una sirena, creía con firmeza en su existencia.

El tap tap quedó bien bonito y la gente se admiraba y por esa razón a veces lo prefería para movilizarse. Pero como se sabe las necesidades de transporte no siempre coinciden con las preferencias estéticas. Aparte de que los tap tap se ensucian bien rápido de polvo, se desvencijan y las pinturas pasan a segundo plano bajo las capas de roña. Para Manus Milord no era mucho más que pintar una vivienda.

Jules Chariot, el empresario, andaba corto de fondos así es que le pagó 500 gourdes (como 10 dólares) más dos botellas de kleren y una pipa para el tabaco. Manus Milord se rió con ganas y agradeció el pago. Había trabajado bastante y se sentía compensado. Pero como plus había ganado un poco de fama. Otro transportista que hacía el largo y duro trayecto entre Cap-Haitien y Puerto Príncipe, la capital, en un autobús grande, le pidió que le pintara su vehículo. No quería muchas decoraciones sino una buena pintada con colores llamativos, más un lema sencillo para poner adelante y atrás, en creole.

Manus el viejo sugirió “El poder de Dios” y el color rosado como fondo. La decoración debía ser marina, ya que parte del trayecto bordea la costa. Muchas olas azules, discretas estrellas de mar, playas de arena blanca con palmeras, langostas y conchas de lambi. Al dueño del bus no le gustaba tapar las ventanas así es que pidió que no les hiciera contornos rebuscados, sino apenas unos bordes multicolores. Fue un trabajo bastante agotador. Manus Milord el viejo decidió que no pintaría más tap tap. En este caso, el transportista no le pagó sino con promesas... más un viaje gratuito a Puerto Príncipe. Por cierto, el pintor de brocha gorda no lo aceptó, no le interesaba ir a esa ciudad maldita.

Un mulato de traje y gafas contactó a Manus el viejo por parte de una galería de arte de la capital. Andaba en busca de pinturas para vender a los turistas, no eran muchos lo que llegaban a Haití, pero le dijo que a veces los cooperantes internacionales compraban. Le dijo que necesitaba que pintara sobre telas, para poder transportarlas sin problemas, y le sugirió varios tópicos para que los desarrollara. En realidad quería que los copiara, con algunas modificaciones. Eso era lo que más se vendía. Manus Milord le dijo que no sabía pintar en tela y además no quería aprender, y que no le gustaban los temas que le querían hacer copiar. No hubo acuerdo, el mulato no se inmutó, tenía otros datos de pintores en la zona.

Manus Milord, el viejo, siguió dándole a la brocha, haciendo uno que otro tablero para el templo vudú y ayudando en la pintada de alguna casa o un tap tap. El kleren lo tenía demasiado atrapado y se lo pasaba borracho la mayor parte del tiempo. Pero no había perdido su alegría, y en un lugar escondido del bosque donde solía irse a soñar con el paraíso, se puso a pintar una y otra vez ese motivo que tanto le gustaba, el matrimonio del Barón Samdí con Mamá Brigitte. Le recordaba el suyo propio, donde hubo tanto jolgorio. Nunca les llegaron hijos y su mujer se fue apagando poco a poco.

Los personajes de los cuadros le iban quedando cada vez más parecidos a él mismo y su fallecida mujer. Como devoto vudú eso le divertía mucho, era una señal de que el Barón lo andaba buscando para llevárselo al más allá. Pronto el tema de matrimonio lo obsesionó, tal vez como producto de la demencia senil que lo embargaba. Empezó a dibujar casamientos de gatos, de perros, de dioses con sirenas, de árboles con serpientes, de nubes, incluso de palabras. Sus paneles, siempre sobre viejas tablas o latas, se volvieron confusos aunque nunca feos.

Un día se supo que unos gringos malvados habían asaltado un templo vudú y se habían llevado las pinturas de Manus Milord, entre otras obras de arte que acarrearon. Por suerte los pillaron a los gringos y los metieron presos cuando se embarcaban hacia Florida. Una elegante experta en arte quedó admirada con las obras de Manus Milord, firmadas con unas discretas iniciales MM, y armó una expedición artística a Limbé para rescatar a ese genio desconocido.

Pero Manus Milord había muerto en el bosque. Lo encontraron carbonizado en una rústica cabaña donde se escondía para pintar, junto con restos de lo que parecían ser, en realidad lo eran, pinturas. Una botella de kleren se había inflamado al caer al fuego donde preparaba su café. Fue todo lo que un detective extranjero señaló como causal de la muerte de Manus Milord, el viejo, pintor de brocha gorda.

Bartolomé Leal

Escritor chileno de novela policial y negra. Ha ejercido la crítica de cine, cerveza, narrativa de ficción, relatos de viajes y memorias, arte africano y arte precolombino. En la RAMONA, suplemento cultural del diario Opinión de Cochabamba, Bolivia, ha escrito más de un centenar de textos en sus columnas “Cuentos & Cuentistas” y “Memorialistas & Viajeros”. También es colaborador del blog literario Ecdótica, donde anima la columna “El Cuento del Mes”. De allí salió su libro “Cuentos para un año” (Cochabamba, 2012).

Ha publicado los libros Linchamiento de negro (novela, Santiago 1994 – traducida al inglés), Morir en La Paz (novela, Barcelona 2003; Cochabamba 2012 – traducida al alemán), En el Cusco el Rey (novela, Cochabamba 2007; Santiago 2013), El caso del rinoceronte deprimido (novela corta, Cochabamba 2009), Pequeñas muertes negras (cuentos, Santiago 2009), y Memorias de un asesino en serie (folletín, Cochabamba 2012). Con el seudónimo de Mauro Yberra ha publicado tres novelas de misterio en colaboración. Cuentos suyos están incluidos en las antologías del relato policial chileno Crímenes Criollos (Mosquito, 1994) y Letras Rojas (Lom, 2009), en selección de Ramón Díaz Eterovic. Tiene en preparación el libro El arte de la parábola, minirelatos basados en sus experiencias con las religiones.

(FUENTE:opinion.com.bo)

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