Una costumbre aún vigente en el Perú, tanto en el ande como en el resto del país, es “adoptar” –por decirlo de alguna manera-, una calavera humana como protector del hogar. No es infrecuente que, al construir una casa ó al realizar labores en terrenos de labranza, uno se tope con un cráneo: la dilatada historia de nuestro país, hace que casi todos, vivamos sobre un suelo rico en antiguos entierros. La costumbre dicta que, al hallarse con dicho hallazgo, el propietario tome el cráneo y lo conserve, quedándose desde ese momento, como una especie de entidad protectora de la casa y sus habitantes. Dicha costumbre, nos viene de tiempos realmente antiguos.
¿Cómo se originó?
Es sabido que tanto los Incas como las culturas que les precedieron en los andes, tuvieron dos categorías principales de culto: aquel que podríamos denominar "divino" y otro, mucho más presente en todos los sectores de la sociedad, que sería el "funerario". El primero, impuesto por la élite gobernante, y que fue relativamente sencillo de destruir. Los documentos señalan que a poco de llegar los españoles, el culto oficial al sol (Inti), o a las deidades mayores del panteón incaico, había casi desaparecido.
En cambio, el culto funerario mantuvo su fuerza y vitalidad durante siglos, contrariando el afán evangelizador a tal punto que, aún hoy en día, es posible detectarlo en algunas regiones aisladas del Perú.
Dentro de la cosmovisión inca existían dos conceptos muy importantes, que son los que nos permitirán comprender más acabadamente esta interesante vocación de respeto por los antepasados, particularmente por sus restos.
Para los Incas la muerte era sencillamente el pasaje de esta a la otra vida. Nadie se atormentaba frente a ella, ya que existía la certeza de que los descendientes del ayllu cuidarían del cadáver (momificado o simplemente disecado), llevándole comida, bebidas y ropajes durante los años futuros. No tenían presente la idea de un Paraíso terrenal, ni del Infierno, y menos aún de un Purgatorio. No creían en la resurrección de los muertos, sin embargo estaban convencidos de otras cosas: de que el camaquén (fuerza vital) sólo desaparecía cuando el cadáver se quemaba o desintegraba.
La palabra quechua camaquén, mal traducida por los doctrineros católicos como "alma", hacía referencia a un componente muy importante de la cosmovisión andina. No sólo el hombre poseía camaquén, sino también las momias de los antepasados, los animales y ciertos objetos inanimados como los cerros, los lagos o las piedras.
Esta fuerza vital o primordial, que animaba a toda la creación, constituye un clarísimo testimonio de que en el ámbito andino lo sagrado envolvía al mundo y le comunicaba una dimensión y profundidad muy particular. Todas aquellas cosas y lugares considerados sagrados y merecedores de reverencia y respeto se los conocía con el término “Huaca”, y las momias de los grandes antepasados lo eran en grado sumo.
Estas creencias obligaban a mantener intacto el cuerpo de los muertos y para ello se pusieron en práctica diferentes métodos de "momificación", que variaban según la dignidad de los difuntos.
En algunas regiones, como en la costa desértica del Perú, se dejaba que el cadáver se deshidratara debajo de los rayos del sol, en un clima por demás seco. En la sierra, en cambio, las condiciones frías de los altos picos y altiplanos coadyuvaban a desecar naturalmente el cuerpo para su "eterna" conservación.
Con todo, los más grandes dignatarios del Estado incaico, experimentaban también un proceso artificial de momificación que consistía en la aplicación de cierto betún (como contaba Gracilazo de la Vega en sus crónicas) y de sebo con maíz blanco molido (mullu), junto con otros ingredientes y conservantes. Una vez acondicionado, el cadáver era trasladado a su machay (cueva), para ser colocado junto con los demás difuntos de su familia (ayllu). Era, pues, una preocupación constante el que sus cadáveres no desaparecieran, porque su conservación significaba seguir "viviendo".
Esta práctica, general entre todos los hombres comunes del Imperio, se volvía mucho más complicada en el caso de los grandes señores; cuando un curaca, un jefe de un ayllu ó incluso un Inca moría, el derecho a gobernar, a declarar la guerra y a imponer impuestos, le era transmitido a uno de sus hijos, que se convertía en su sucesor y heredero principal.
Sin embrago, según queda claro en las crónicas, el heredero no recibía la herencia material de su predecesor. La casa del fallecido, sus tierras, sus bienes muebles, sus servidores (yanas) y demás posesiones seguían siendo tratadas como propiedades suyas y eran confiadas a su panaca, un amplio grupo de personas que incluía a todos los descendientes directos, excepto su sucesor en el mando. Estos herederos secundarios no poseían realmente los objetos antes citados, sino que la propiedad seguía perteneciendo al difunto.
El ayllu ó la panaca debía servir al muerto, mantener su momia y perpetuar su culto. El difunto era tratado como si siguiera con vida, razón por la cual, amén de su poder (que no perdía), se le adosaba un incremento del "poder mágico" que lo convertía en una Huaca más del mundo andino.
Se creía que el orden universal dependía del poder de esas momias; por ello, en caso de que esos santos fardos fueran capturados por el enemigo (en las guerras), la única opción que quedaba era rendirse para recuperarlos; las momias también iban al combate.
Las momias eran también consultadas en momentos específicos, por sacerdotes especialistas en el asunto; por lo que podemos decir, sin temor a equivocarnos que, una vez muerto, el cuerpo se transformaba en un oráculo. Además, participaban en las grandes fiestas; se las sacaba en procesión por los campos, cuando las sequías amenazaban las cosechas y marchaban al frente de los ejércitos, cuando el Estado ordenaba la anexión de nueva mano de obra y tierras.
La vida social de las momias tampoco terminaba. Esos inmóviles y secos "bultos" continuaban participando en reuniones familiares, en las que se juntaban con sus otros antepasados muertos, compartiendo bebidas, comidas y fiestas; siendo sus deudos, los encargados de trasladarlas de un lugar a otro.
El Padre Francisco de Ávila supo sintetizar lo anteriormente dicho cuando señaló: "Para los indios son de mucha veneración los cuerpos de los difuntos progenitores (...), y a éstos adoran como dioses". Esta es, al parecer, el origen de esta peculiar práctica.
Las “calaveritas” protectoras
Continuando con la costumbre, una vez que uno ha encontrado una en su predio, se le debe limpiar respetuosamente (algunos incluso las barnizan); una vez terminado esto, se le asigna un lugar en la casa: generalmente se escoge un mueble alto ó una repisa. También se acostumbra el crearle una pequeña funda, de tela negra. La primera noche en que se tiene en casa a este extraño “huésped” es de suma importancia: se dice que en ese momento la “almita” del difunto se le aparecerá en sueño a quién la encontró, revelándole su nombre. A partir de ese momento, se le considerará como parte de la familia, encendiéndole velas frecuentemente y hablándole como a cualquier ser vivo.
A cambio, la calavera protegerá el hogar de desgracias, y principalmente de ladrones. La creencia acerca de estos espíritus protectores es tan fuerte en el Perú que, se cuentan millares de historias en las cuales los ladrones, tras entrar a una casa y encontrarse con una calavera, simplemente abandonaron el lugar sin llevarse absolutamente nada.
Una celebración ya extinta
Para finalizar, agregaré una costumbre que ha desaparecido yace unos 20 años: en el pueblo tradicional de Cayma, en Arequipa (hoy distrito del mismo nombre y hoy parte de la ciudad), los descendientes directos de los antiguos pobladores del lugar mantuvieron por siglos, una extraña festividad; entre el 31de octubre y el 2 de noviembre, visitaban el cementerio de la localidad: en el las tumbas lucían una pequeña “hornacina”: era el lugar donde se conservaba el cráneo del difunto. Tras retirarla, la llevaban a la casa familiar, donde se tenía preparado un altar, así como todo para realizar una fiesta. Deudos y parientes bebían, bailaban y comían en honor del difunto, y compartían comida y bebida con el cráneo que presidía la celebración; no era raro que en una casa, se “reuniesen” los cráneos de los difuntos de varias familias amigas. La fiesta duraba hasta el amanecer, para luego ser regresados los cráneos a sus tumbas, hasta el año entrante,…
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